
Columna de opinión por Laura Collavini
Psicopedagoga, directora de la Fundación SIENDO
En estos tiempos en que todo se vuelve consigna, el “ambiente” parece haberse convertido en un hashtag más. Una palabra que aparece en discursos, en publicidades, en currículums. Algo que está bien nombrar, que da cierto estatus de sensibilidad y compromiso. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de ambiente?
Muchas veces lo pensamos como algo externo. Algo que “cuidamos”, que “protegemos”, como si estuviéramos frente a un objeto frágil que hay que preservar desde afuera. Pero el ambiente no es un paisaje, no es solo un bosque, un río o un glaciar. El ambiente somos nosotros. Vos. Yo. Todos.
No existe un “afuera” del ambiente. No es una categoría aparte. El ambiente es la red que nos forma y nos atraviesa: somos cuerpo, somos territorio, somos naturaleza. Nuestra manera de vivir, de consumir, de organizarnos, de producir, de mirar al otro, de educar… todo eso forma parte del ambiente.
En ese sentido, hablar de ambiente no es una moda ni un lujo. Es una urgencia vital y una oportunidad ética. Porque cuando entendemos que no hay ambiente sin humanidad ni humanidad sin naturaleza, también entendemos que cuidar el ambiente no es plantar un árbol el Día del Árbol, ni reciclar solo cuando hay un tacho verde a mano. Es una forma de estar en el mundo, de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con el lugar que habitamos.
Entonces, ¿por qué lo vaciamos de sentido? ¿Por qué lo usamos como etiqueta sin hacernos cargo de lo que implica?
Quizás porque nos incomoda. Porque si entendemos que somos ambiente, también tenemos que asumir que nuestras decisiones tienen impacto. Que somos responsables. Pero ahí está también la potencia: si somos parte, entonces somos capaces de transformarlo.
Y no se trata de grandes gestos aislados, sino de pequeños actos cotidianos que van formando cultura. Podemos empezar por lo más cercano: nuestros hábitos. Organizar nuestra vida con un poco más de consciencia. Observar qué consumimos, qué desechamos, cómo nos movemos, qué vínculos generamos. ¿Cómo cuidamos nuestro cuerpo, nuestro tiempo, nuestros espacios comunes? ¿Qué tipo de bienestar construimos?
Cuidar el ambiente comienza por cuidar la vida. Y cuidar la vida empieza por elegir con responsabilidad lo que hacemos cada día.
Y esa es, quizás, la invitación más profunda: pasar de la sensibilidad de las palabras al compromiso de las acciones. De la distancia simbólica a la implicación vital. Porque no hay bienestar posible en una comunidad que se olvida de su ambiente. Y no hay ambiente sano si no habitamos ese vínculo con humanidad.