Hay conversaciones que evitamos. Porque no sabemos cómo empezarlas, porque duelen, o porque nos enseñaron que es mejor callarlas. Sin embargo, tarde o temprano, aparecen. A veces en los silencios largos de la noche, en un dibujo infantil, en una palabra suelta que deja ver más de lo que dice.
En este tiempo donde hablamos tanto —en redes, en medios, en la calle— hay temas que siguen siendo tabú. La soledad profunda. Las fantasías de muerte. El miedo a vivir. Los monstruos que visitan a las infancias, y los que aún nos visitan en la adultez. ¿Y si nos animamos a hablar de todo eso?
No es fácil. A menudo evitamos abrirnos por temor al “qué dirán”, al juicio, a la burla, o a no ser comprendidos. Y en muchos casos, también por cuidar a otros: para no preocupar, para no cargar a quienes queremos con nuestros dolores. El silencio aparece como escudo, como refugio, como modo de protección.
Pero el silencio también puede volverse una cárcel. Aísla. Hace que lo que sentimos parezca más grande, más pesado, más inabarcable. Y la idea de que “mejor no decir nada” nos deja solos, cuando lo que más necesitamos es compañía.
Es necesario y urgente habilitar espacios para hablar de lo que nos cuesta. Para nombrar la tristeza, la angustia, las preguntas oscuras que también forman parte de la vida. Para que las infancias no crezcan creyendo que hay emociones prohibidas, y para que los adultos sepamos que no tenemos que sostenerlo todo en soledad.
Hablar no resuelve todo, pero abre. Alivia. Permite construir puentes. Porque hay monstruos que se achican cuando los nombramos. Porque las fantasías de suicidio no se agravan cuando se conversan: se alivian, se entienden, se atraviesan. Porque poner en palabras lo que duele también es una forma de sanar.
No tenemos todas las respuestas. Pero sí podemos ofrecer escucha, tiempo, presencia y ternura.
Nombrar, compartir, acompañar.
A veces eso basta. A veces, eso salva.
Lic. Laura Collavini
Psicopedagoga
Directora fundación Siendo
@lauracollavini